Hija de la memoria by Kim Edwards

Hija de la memoria by Kim Edwards

autor:Kim Edwards
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama
publicado: 2006-08-09T22:00:00+00:00


II

Caminaban por las vías, Duke Madison con las manos en los bolsillos de la chaqueta de piel que había encontrado en las tiendas benéficas Goodwill y Paul chutando piedras que chocaban contra los raíles. El silbido de un tren sonó en la distancia. En un acuerdo silencioso, los dos chicos fueron hasta el borde de las vías, con los pies en los raíles en dirección opuesta, manteniendo el equilibrio. El tren venía de lejos, los raíles bajo sus pies vibraban, la locomotora, una manchita, se hacía cada vez más grande y más oscura, el conductor hacía retumbar el pitido. Paul miró a Duke, cuyos ojos estaban vivos por el riesgo y el peligro, y sintió la excitación en su propia piel, casi demasiado para soportarlo, con el tren más cerca y más cerca y el pitido salvaje sonando por las calles de todo el vecindario y más allá. Veían la luz y al maquinista en la ventana elevada, y otra vez el pitido, avisando. Más cerca, el viento que provocaba la locomotora aplanaba la hierba. Esperó, mirando a Duke, que mantenía el equilibrio a su lado, el tren corría muy deprisa, casi estaba encima de ellos, y aun así esperaron y esperaron, y Paul pensó que nunca iba a saltar. Y entonces lo hizo, cayó en la hierba y el tren pasó a toda velocidad a unos treinta centímetros de su cara. En un segundo, vio la cara del maquinista, blanca del susto, y luego el tren, oscuridad y luz, oscuridad y luz, mientras pasaban los vagones. Después se perdió en la distancia. Incluso el viento se había ido.

Duke, a unos centímetros más allá, estaba sentado con la cara hacia el cielo cubierto.

- ¡Caray! -dijo-. ¡Qué prisas!

Los dos chicos se sacudieron y echaron a andar hacia casa de Duke, una pequeña cabaña al lado de las vías. Paul había nacido cerca de allí, unas calles más abajo, pero aunque su madre lo llevaba a veces con el coche a ver el pequeño parque con la glorieta y la casa al otro lado, donde vivían antes, a ella no le gustaba que él fuera por esa zona ni a casa de Duke. Pero qué importaba, ella nunca estaba por allí, y tan pronto como acababa los deberes, había cortado el césped y practicado una hora de piano, él era libre de hacer lo que quisiera.

Lo que ella no viera no le haría daño. Lo que no supiera, tampoco.

- Estaba totalmente cabreado, ese conductor, tío -dijo Duke.

- Sí, iba como un loco.

Le gustaba decir palabrotas; rememorar el viento caliente en la cara y cuánto lo sofocaba, por el momento, toda esa furia. Aquella mañana, en Aruba, había corrido por la playa sin ninguna preocupación, agradecido por que la arena mojada de la orilla del agua cediera ligeramente bajo sus pies, fortaleciéndole los músculos de las piernas. Agradecido, también, porque la salida con su padre a pescar se hubiera suspendido. A su padre le encantaba pescar. Pasaban largas horas sentados en silencio en



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